"Había una mujer en Alejandría que se llamaba Hipatia, hija del filósofo Teón, que logró tales alcances en literatura y ciencia, que sobrepasó en mucho a todos los filósofos de su propio tiempo. Habiendo sucedido a la escuela de Platón y Plotino, explicaba los principios de la filosofía a sus oyentes, muchos de los cuales venían de lejos para recibir su instrucción."
Sócrates Escolástico

lunes, 26 de abril de 2010

AGORAFÍLICOS Y AGORAFÓBICOS

Sobre la película Ágora de Alejandro Amenabar se ha dicho últimamente casi todo y casi todo bueno, una sin par reflexión sobre el papel de una mujer, Hipatia, en el ocaso de una civilización. Todas las componentes de nuestra asociación “Hipatia” felicitamos a Amenabar y nos congratulamos por haber elegido su nombre a modo de reconocimiento cuando, al cabo de la calle, casi nadie conocía su histórica existencia.
Sin embargo, es muy probable que a pesar de la exitosa difusión del peliculón de Amenabar, muchas y muchos de ustedes desconozcan que la palabra “ágora” significa en griego mercado. Se trataba, sin duda de un espacio público tan familiar en nuestra cultura como “la plaza”, que en el ámbito de las “polis” griegas, ciudades-estado, adquiría una importancia vital desde el punto de vista social. Como centro neurálgico de la cultura, la política y la economía, en el ágora los ciudadanos griegos hacían sus asambleas, sus negocios, resolvían sus conflictos, concebían sus leyes, discutían y gestaban sus modelos y patrones de conducta, comunicaban sus ideas, generaban sus creencias, inventaban ideales… en resumidas cuentas proyectaban su mundo. Cuestiones todas éstas tan decisivas que vienen a formar parte de lo que son las consustanciales habilidades que nos definen como seres humanos.
Ser ciudadano entrañaba la pertenencia como miembro de pleno derecho de una comunidad política y dicha condición conllevaba, como en la actualidad, una serie de derechos y de obligaciones. Pero, ¿quiénes eran “ciudadanos” en las polis griegas?
En la famosa democracia ateniense, madre, germen e inicial modelo de todas las democracias occidentales, sólo eran considerados ciudadanos los varones que tuvieran propiedades y la capacidad y los posibles para defender la ciudad. Los esclavos, los extranjeros y las mujeres, obviamente, no eran, por tanto, considerados ciudadanos y consecuentemente se veían privados del derecho a cualquier forma de participación en la vida política.
El concepto de ciudadanía, al igual que muchos otros, por supuesto, ha cambiado a lo largo de la historia occidental y ha ido haciéndose cada vez menos excluyente. El respeto a conceptos tan importantes dentro de nuestra sociedad como el de “bien común”, “justicia”, “equidad”, “solidaridad”, “bienestar social”, entre otros, nos han ido situando en la tesitura histórica de considerar tanto más democrática a una sociedad cuanto más incluyente, es decir, cuantas más personas de las que viven en ella son considerados ciudadanos plenos. En las democracias actuales normalmente tienen la condición de ciudadanos todos los hombres y mujeres mayores de edad y dicha condición es esencialmente importante para la constitución y el desarrollo del individuo como persona. “El ser humano es un animal político”, sentenció Aristóteles, un animal cuya esencia se define y se construye en lo social, interactuando y cooperando con otros seres humanos.
¿Es de extrañar, por tanto, que dentro del objetivo de formar personas, referente principal de cualquier sistema educativo, educar para la ciudadanía sea intrínsecamente necesario?, que digo necesario, ¿habría que decir más bien, inevitable?
Según establece el Real Decreto 1631/2006 por el que fue aprobada la Ley Orgánica de la Educación, la Educación para la Ciudadania y los Derechos Humanos consiste en la enseñanza de los valores democráticos y constitucionales y se define textualmente de la siguiente manera:

“La Educación para la Ciudadanía tiene como objetivo favorecer el desarrollo de personas libres e íntegras a través de la consolidación de la autoestima, la dignidad personal, la libertad y la responsabilidad y la formación de futuros ciudadanos con criterio propio, respetuosos, participativos y solidarios, que conozcan sus derechos, asuman sus deberes y desarrollen hábitos cívicos para que puedan ejercer la ciudadanía de forma eficaz y responsable”.


Pues bien, por incomprensible que nos parezca al hilo de tan loables propósitos, esta asignatura, que ha sido diseñada para impartirse a lo largo de la Educación Secundaria, y cuyo objetivo cumple con una recomendación del mismísimo Consejo de Europa, ha levantado una fuerte polémica social en nuestro país.
Como para demostrar una vez más que los polos opuestos se atraen, la cuestión ha sido avivada por una oposición liderada conjuntamente tanto por los sectores más conservadores desde el punto de vista político y religioso, como por algunos sectores de la izquierda anarquista de nuestra sociedad. El asunto ha tomado tal envergadura que la pelotera ha llegado a los más altos tribunales de justicia de la nación.
El contenido se ha llevado por el sector conservador al terreno de lo religioso, la moral y la ética y por algunos sectores de la izquierda al de lo puramente ideológico. Nos movemos, pues, en un terreno cenagoso en el que se argumenta que el Estado (ámbito de lo público) está interfiriendo en lo que es y debe seguir siendo privado.
Desde el sector conservador se argumenta que sobre el Estado recae la sospecha de utilizar los contenidos de la asignatura para conducir al alumnado, por el camino del adoctrinamiento, a la depravación moral y al ateísmo; desde la izquierda radical, a la apología de una decadente democracia parlamentaria. Por circunstancias de todos conocidas que tienen que ver con las cotas de participación social, política y periodística, es el sector conservador, tanto político como religioso, el que está liderando esta encarnecida batalla.
La cosa tiene su miga, ¡quien diría que enseñar a ser ciudadano, a dilucidar y saber moverse en lo público podría ser tan inconveniente!, en cualquier caso ¿dónde reside el inconveniente? Y, sobre todo, ¿para quién resulta esto inconveniente?
Nadie puede discutir que la moral y la religión son asuntos privados. Pero la política es un asunto público y la educación de los ciudadanos un deber del Estado. Quienes confunden la educación con el adoctrinamiento deben estar acostumbrados a aplicar unos modelos pedagógicos muy determinados, no me cabe duda. Muchos de nosotros, los que ya tenemos una cierta edad y nos han “educado” en tales “modelos”, aún sufrimos sus castrantes efectos psicológicos.

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